jueves, 14 de abril de 2016

Fuera de sí

Aquella mañana abrí los ojos y comprendí que mi vida era el mayor sin sentido que había conocido en mis años de existencia. Un sin sentido abstracto y ambiguo.
Hacía sol. Bueno, la verdad es que no sé si hacía sol. Las persianas estaban bajadas y era demasiado temprano como para saberlo. Pero quería imaginar que hacía sol, que era un buen día.
Llega un punto en el que descubres que entre el blanco, el negro, y la gran variedad de grises con los que se te puede antojar la vida, está un color desconocido que no puedes percibir. Metafóricamente hablando, claro. Es el color que provoca que la tristeza no sea tristeza, ni que la alegría sea alegría. Es eso, no son. Como si no estuvieran. Y doy por hecho que no es vacío.
El estado interior se pone en modo reposo. Esperando algo de forma inconsciente. Un poco de energía, un poco de lo que sea que lo reanime. Inútilmente.
Estaba tumbada en la cama. No quería moverme de allí. Y por momentos me preguntaba si ese cuerpo sin vida era yo. Lo dudé unos instantes. Fue un acto involuntario.
Me recorrieron varios escalofríos. Estaba confirmado. Era mi cuerpo.
Las relaciones sociales corrientes son aburridas. La mayoría finge que le interesas por beneficio propio. Puede que quieran tus consejos, tu compañía, algo de ti: para ayudarse a sí mismos, para sentirse bien. El ser humano es egoísta, y solo el amor puede cambiarlo.
Me di cuenta de lo cansado que es fingir. Es cansado mostrarle al mundo lo que quieres que vea y fingir que no hay nada más detrás de esa cara.
Aunque no necesites la aprobación de nadie, aunque seas capaz de aislarte sin problema alguno. Supone un gran esfuerzo.
Tras un tiempo de indecisión, salí de la cama. Y no había nada más ahí fuera.
Nada desconocido. Nada que me impresionara. Nada capaz de producir una mísera ilusión en mis entrañas.
Así que me hice un café y volví a la rutina, sin cuestionarme por qué.